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lunes, 15 de febrero de 2016

De la gestión tradicional a la gestión estratégica

Hoy en nuestras escuelas se planifica y se gestiona. Mucho. Los directores se ocupan de gestionar y monitorear el avance de obras de infraestructura, trámites administrativos y los resultados de
aprendizaje de los alumnos. Al mismo tiempo, en ocasiones nos encontramos con planes institucionales muy elaborados y completos, pero que pocas veces se consultan o revisan.
Se genera entonces la sensación de que la gestión cotidiana “tapa la agenda”, y podemos vernos como un barco en una tempestad, que debe “reaccionar” a los distintos frentes que se nos presentan. Ahora
bien, si nuestro plan nos marca un rumbo general, pero no una propuesta de acciones concretas para la situación en la que nos encontramos, entonces resulta esperable que no lo consultemos en
medio de la tormenta. El problema es que si la tormenta persiste, podemos quedarnos sin elementos para direccionar el barco. En estos momentos es cuando necesitamos mayor claridad con respecto a
dónde nos dirigimos y cómo llegar a destino.
Nos referimos entonces con “gestión tradicional” a esta separación que a veces se da entre nuestra planificación (el plan institucional) y la acción cotidiana. Con la expresión gestión estratégica, nos referimos a un cambio de enfoque, más flexible y más situado. No implica desconocer los imponderables que surgen día a día, sino de contar con las herramientas para sostener el rumbo que buscamos. Consiste en ser capaz, día a día, semana a semana, de responder estas preguntas:
¿hacia dónde vamos?, ¿qué queremos lograr? y ¿cómo podemos llevarlo a cabo?
Ahora bien, ser capaz de responder a estas preguntas requerirá, desde nuestro enfoque, las siguientes habilidades:

  • Aprender a priorizar y focalizar. Sabemos que las necesidades en nuestras escuelas son muchas y de distinto tipo. Pero justamente por eso es que se hace necesario priorizar y localizar. Siempre se debe empezar por algo, y ello puedo implicar postergar muchas otras cosas que también son importantes. El “todo” debe ser nuestra visión, nuestra imagen objetivo a largo plazo, por lo que necesitamos también herramientas que den algún sustento objetivo a la priorización: aquello que resulte más urgente, o más viable de mejorar, o la conjunción de ambos. Y debemos asumir que toda estrategia, toda priorización, implica a su vez una renuncia: hay cuestiones que dejaremos para más adelante (aunque estén en nuestro círculo de preocupación). No significa que las olvidamos, o que renunciamos a ellas en términos absolutos, sino solamente de manera transitoria. Se trata, en definitiva, de reconocer que aunque lo queramos, no somos capaces de hacer todo al mismo tiempo, y por lo tanto ahora nos ocuparemos de esto, luego de aquello, y luego de aquello otro.
  •  Construir equipo y delegar. De la misma manera que no podemos hacer todo al mismo tiempo, tampoco podemos gestionar una institución solos. La construcción del equipo es también un desafío de gestión. Como señala Blejmar (2014), que exista un grupo no equivale a que exista un equipo de trabajo. De allí que este deba ser también un aspecto importante a tener en cuenta.

  • Programar acciones de manera completa y detallada. Algunas veces cuesta salir de la enunciación general de las acciones a realizar. Solemos tener claridad respecto de aquello que queremos llevar a cabo (organización de jornadas, asesoramiento a docentes, etc.) pero no siempre logramos especificar en detalle las tareas, los recursos y los tiempos concretos que implica. Es importante comprometernos, con nuestro equipo, a una serie de acciones que resulten claras para todos: en qué consisten, cuándo se deberían realizar, quién se ocupará de hacerlas y qué se necesita para llevarlas a cabo. Si hemos priorizado y focalizado bien, entonces este listado de tareas debería ser posible. Si vemos que nos excede, habrá que re-focalizar. Esta programación detallada nos permitirá monitorear el avance de las acciones, pensar estrategias alternativas frente al surgimiento de imponderables e identificar obstáculos en el proceso, a fin de evitarlos en oportunidades futuras. 
  • Contar con información a lo largo de todo el proceso. El plan no debe ser inmutable y rígido –lo que llevaría a dejar de tenerlo en cuenta– sino una suerte de “guión para la acción”, que la dirige y encauza al tiempo que resulta flexible: esto implica generar mecanismos para ajustarlo periódicamente. Una de las claves para ello se encuentra en la información: en la medida en que estipulemos claramente a qué le prestaremos atención a medida que avanza el plan (cuáles serán nuestros indicadores de avance), y organicemos los mecanismos para contar con dicha información en tiempo y forma, podremos volver al plan de manera periódica y revisar si avanzamos como pretendíamos o si hay cosas que debemos modificar. De la misma manera en que sería impensable que un capitán conduzca su embarcación sin consultar sus mapas y su propia ubicación de manera constante, un plan sólo nos será útil si contamos también con herramientas para saber a cada momento en cuál de sus etapas nos encontramos. 



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